Me llama muchas veces la atención la postura, digamos física, adoptada por el fotógrafo, ya sea éste profesional o amateur, con mayor o menor “feeling”, con más o menos destreza para el “baile de imágenes”, para la sensibilidad hacia lo fotogénico, para poner el ojo en el momento adecuado en la forma adecuada, a la forma adecuada. Y es que no deja de ser curioso que ante el mismo paisaje u objeto, nos colocamos de forma distinta, según nuestra personalidad o según nuestro estado de ánimo, o nuestro sentido del ridículo... por qué no decirlo también. Porque los seres vivos, ya no sólo los humanos, reaccionamos de forma distinta antes los mismos paisajes o los mismos edificios u obras de arte. Unos con admiración, otros con indiferencia, otros con pasión, otros con envidia, otros con rechazo, otros con miedo, algunos con una simple sonrisa y otros con una sonrisa simple.
¿Y quién no ha pensado en tomar una foto a ras de suelo pero no se ha atrevido a hincar las rodillas y hundir el moflete en el asfalto o enla tierra húmeda?, ¿o quién no ha pensado tomarse una foto haciendo el amor?
Los he visto que vagan por una catedral gótica con la cámara escondida, ajenos al “prohibido hacer fotos” colocado en todas las paredes y reclinarios y de repente, como el que observa el vuelo de una molesta mosca, siguen el movimiento con la mirada, ralentizan el de las manos y en rápido gesto: ¡clic! ¡¡Flash!! Y vuelven a esconder la cámara. Ya está el fresco de la virgen con el niño del siglo XIV fotografiado!! Seguramente esa foto quedará en el olvido, o no.
En el viaje a Viena y Praga, intenté disimuladamente captar el momento en que otros fotografiaban algo que yo ya había fotografiado, o algo que para mí no causó el interés de hacerlo. Mis fotógrafos retratados anónimos eran turistas, gente sencilla, popular, cada uno con un interés en lo fotografiado, que podía ser el mismo, distinto e incluso ninguno. Pero eso ya habría que haberlo preguntado. Con permiso, les presento: