Emilio, el viejo herrero del pueblo, venía por la calle del
Centro de Salud, la que baja del mercado, con la compra hecha y hablando con
alguien. Justo al doblar la esquina lo oigo afirmar, alzando la voz:
-“Me llevas cargado como
siempre, con las dos bolsas, que parezco un borrico …”-
Y antes de terminar la frase, su mirada busca a la mía, como
he visto que hacen algunos hombres o mujeres ya mayores, buscando la aprobación
cómplice de otro u otra de su quinta, con un simple cruce de miradas y una
sonrisa burlona y pícara, sabiendo que conseguirá así, molestar un poco más, en
este caso, a su interlocutora.
Sus ojos azules, que muestran el cansancio acumulado de sus setenta
y ocho años, pero con la chispa del pícaro y soñador, se cruzan con los míos, pardos
y frescos, tranquilos y atentos a los pasos de mi hijo, que corretea por la baldosa.
Asiento con la mirada y sonrío con todo el rostro, sabiéndome
cómplice de su argucia y con la sospecha de saber que eso es lo que espera de
mí.
Pero a su lado no veo a nadie.
Lleva dos bolsas, una en cada mano, de las que sobresalen
unas acelgas, apios y un manojo de puerros.
Rosa, que fue su compañera durante cincuenta y tres años, lo
dejó hace unas semanas.
Y el Emilio no sabe todavía caminar sin hablar con ella.