sábado, 21 de febrero de 2009

En el Parque de Las Torres (20-02-2009)

Estamos sentados en un banco frente a los columpios, Pablo merienda y yo observo a los críos corretear. Alguien llama mi atención y con el rabillo del ojo la veo acercarse a mi diestra, con una bolsa marrón de polipiel colgada del brazo, el andar cansado y la mirada buscando en su interior los recuerdos enjaulados.
Trae un vestido negro, muy viejo, pero sin manchas; medias y alpargatas negras. Sobre los hombros, un chal azul marino, que la abriga del fresco que va dejando el sol al caer en el parque, tras los árboles y los edificios. Tiene los ojos claros, del color del cielo y el pelo blanco, tupido y corto.

-¿Cuántos años tiene?, Perdona que me meta...,- se disculpa después de interrumpir con su pregunta.
-Tres años y unos meses, respondo. Es pequeñico, añado.
-¿Va al colegio?
-Sí, va al cole.
-Ahora es que los llevan muy pronto al colegio.

Y continúa, con un brillo en los ojos, fijos en los mios, pero a la vez ausentes.

-Yo fui al colegio con trece años, claro que eran otros tiempos. La maestra me procuró una beca. Era la número uno y escribía sin faltas de ortografía. Pero la beca que me llegó fue la guerra y a la maestra se la llevaron y nos trajeron a otra que se equivocaba incluso al rezar. Las de la primera sección sabíamos más que ella... A la maestra se la llevaron por roja.

Empieza a perderse en sus recuerdos.

-La guerra fue muy mala, tú no la has conocido. Yo quería que mis hijos estudiaran y no pasaran faltas. Aprendí a coser con un primo en Barcelona. Cosíamos mucho porque él se comprometía a terminar un traje y había que acabarlo, aunque fuera de noche. Entonces la gente sólo tenía un traje que se ponía los días de fiesta. Se hacían un traje y se casaban con él Pero en Barcelona, con mi primo sólo cosía trajes para hombres y su mujer se salía a bordar a la calle con otras mujeres para hablar, porque le gustaba eso, hablar con las vecinas. Como solo cosía, me apunté a un curso a distancia y aprendí a hacer patrones, a cortar y con el tiempo, a confeccionar vestidos para mujer. Pero ese trabajo no era suficiente para darle estudios a mis hijos y me fui a Francia. Al pasar la frontera, lo primero que podías hacer para trabajar era fregar suelos y limpiar casas. Me apuntaban veinte horas al día. En Francia sí se podía ganar dinero para darle un futuro a los hijos, para darles lo que yo no pude tener. Le di estudios a mi hija, que es maestra. Y se vino a Murcia y yo me vine con ella. Yo soy de Cáceres. Ahora ella se ha ido y aquí me he quedado yo. La casa del pueblo la compró mi marido por 30 duros. La arreglamos con cuatro millones. Y ahí está, vacía. Tengo un hijo, pero fue a hacer el servicio a África y ya no quiso estudiar. Era la número uno porque el guardapolvos lo colocaba la primera. El guardapolvos servía para que no se vieran los remiendos en los vestidos. Mi marido se hizo falangista para que no le pasara nada. Arreglaba zapatos, porque antes a los zapatos se les ponían suelas y se arreglaban. Tenías un par de zapatos buenos y solo te los ponías los días de fiesta, como los trajes. Ahora hay muchos zapatos. Estoy sola. Mi hija se ha ido. Pero no tengo faltas, gracias a lo que cobro de Francia.

Hace una pausa. Sus ojos azules, no se apartan de los míos y por sus pupilas imagino que pasan los recuerdos grabados, quizás los únicos que le queden, quizás los únicos que quiera contar, quizás los únicos que se ha aprendido pero que ya no recuerda.
Despega los labios, temblorosa:

Yo fui al colegio con trece años. La maestra me procuró una beca. Era la número uno y escribía sin faltas de ortografía. Pero la beca que me llegó fue la guerra y a la maestra se la llevaron y nos trajeron a otra que se equivocaba incluso al rezar. Las de la primera sección sabíamos más que ella... A la maestra se la llevaron por roja... Pero es una historia que ya no voy a escribir.

Ha pasado un día y me ardía en la mente, tenía que echarlo: Lo poco que oí, tenía que echarlo, así que con su permiso, la escribo yo, señora.

Después de algún tiempo edito esta entrada, con la intención de mostrarte un entrañable libro para niños, "Abuelita, ¿te acuerdas?" de Laura Langston, que de vez en cuando le cuento a Pablo con la intención de mostrarle una circunstancia que es cada vez más usual en el entorno que vivimos. Cada vez que se lo leo, no puedo evitar emocionarme. Si tú lo lees, me entenderás.